miércoles, 10 de septiembre de 2008

Algunas ideas sobre el aquí y el ahora

Nos han tocado vivir unos tiempos en los que el principio esperanza se está recuperando día a día, y en los que el carro victorioso del neoliberalismo cada vez está más desprestigiado.

Aunque sea desde una perspectiva muy diferente a la de otras épocas, en realidad un acontecimiento como la revolución de Octubre no son necesarios los pretextos conmemorativos para dedicarle una especial atención, forma parte de una realidad viva, que todavía tiene un peso y una vigencia, aunque solo sea –nos dice Moshe Lewin- porque todavía vivimos millones de personas que hemos vivido o sido contemporáneas de su tiempo. Sigue estando al “orden del día”, aunque sea como la última tentativa de alternativa al sistema capitalista, y, a pesar de su derrota, se puede decir que le niega todo, todo menos importancia.

Esta negación se ha establecido como un paradigma, y se ha erigido en un prerrequisito para "salir en la foto". De hecho, el “nuevo orden” neoliberal le concede una especial trascendencia –negativa- por la misma razón de haber sido la gran alternativa derrotada, compendio de todos los males, superando –según los guerreros más fríos del tipo Revel o Kagan-- el estigma largo tiempo infranqueable del nazi-fascismo con el que, como todo el mundo debía de saber, el neoliberalismo tiene no poca conexiones. Comenzando por su deuda con Pinochet por haber utilizado el Chile sometido al “ordeno y mando” militar-fascista para “probar” las fórmulas neoliberales.

Como todo "nuevo orden", el neoliberalismo se ha creado una historia oficial a la medida. En esta historia, el sistema social derivado de la revolución de Octubre, el acontecimiento que enmarca el siglo XX como la revolución francesa lo hizo con el anterior, incluso no ha faltado quienes establece un doble ajuste de cuentas, y el final de Octubre lo sería también el del ciclo iniciado por 1789. En los momentos de mayor virulencia, se proclamaba el fin del comunismo, de la revolución de Octubre, del socialismo real, del movimiento comunista. China, Vietnam o Cuba eran ya otra cosa, Estados fuertes que buscaban su acomodo en el nuevo orden. Sobre el campo desolado de la derrota, Fukuyama se atrevió a escribir que, el marxismo-leninismo, la doctrina que se consideraba inherente a la alternativa derrotada, había quedado reducida a una especie cultivada en lugares tan exóticos y testimoniales como la República Centroafricana, o en algunas universidades norteamericanas de la Costa Este.

Como era de esperar, ahora son los vencedores los que dictan la historia. En un panorama desolador en el que la izquierda que bien ha dejado de serlo, o ha perdido toda ilusión y se ha retirado hacia la privaticidad, cuando no carece capacidad de reacción más allá de los circuitos insumisos, el emblema de la revolución rusa ha cambiado de base. Ahora se blande como un antimodelo, en una historia que pretende cubrir definitivamente la suma de “libros negros” firmados por émulos de Juan Simon, y que pasan “orgánicamente” a las manos de una nueva “militancia” que se ha hecho omnipresente en los medios, y que abarca hasta el más modesto cargo de los partidos e instituciones del sistema. Esto significa un cambio radical con el lugar que 1917 ocupó durante los años veinte y treinta, y ulteriormente en los años agónicos de la dictadura franquista. En estos tiempos, 1917 fue un referente “positivo” a seguir para tratar de superar otras izquierdas que se habían quedado atascadas en la historia, o al menos como una advertencia para confirmar las necesidades de reformas, progresistas.

En un período y otro, los libros sobre la revolución formaron parte de las bibliotecas ilustradas, y solamente los “reaccionarios” se atrevían a cuestionarla en su totalidad. Durante los setenta se agota prácticamente todas las opciones comprensivas de la revolución, y en la mitad de los ochenta Alianza Universidad ultima la enciclopédica obra de E.H. Carr que todavía es recibida con un respeto que unos pocos años después resultaría absolutamente impensables. Esta obra viene a ser algo así como la culminación de un combate en dos frentes, contra las amputaciones de todo tipo efectuadas desde la derecha, pero también contra las groseras deformaciones de la “historia oficial” estalinista.

Fueron muchos los testimonios –como los imprescindibles de Reed y Sujanov- y los autores que realizaron en todo este tiempo aportaciones de valor, y buena parte de ellas quedan reseñadas en el epílogo bibliográfico. Sin embargo, pocas comparten la primera línea que nos lleva desde Trotsky en su destierro en Prinkipo hasta las “vidas paralelas” y los análisis del Deutscher al que –creo que Vázquez Montalbán-- utilizaba en aquella época la expresión “sabe más de política que el Deutscher”, para concluir con E.H. Carr, el punto más álgido de una corriente de investigación marista situada en las antípodas tanto del anticomunismo como del estalinismo. Forman parte de una auténtica pirámide de obras en las que la perspectiva histórica situaba la “cuestión comunista” más allá del dilema básico de la guerra fría, y se entendía como un riguroso balance crítico necesario para abordar las nuevas tentativas de búsqueda de alternativas socialistas liberadoras como las que parecieron posibles en los años sesenta-setenta, el último tiempo de expectativas abiertas.

Con este cambio de base, ahora resulta que del árbol caído del “comunismo” se ha ido extrayendo munición contra todo lo que se mueve a la izquierda se mueve, últimamente apuntando hacia la asamblea internacional de Porto Alegre o a la marcha de los indígenas zapatistas, con todo lo que vendría después en una laga marcha de recuperación que todavía se encuentra en sus prolegómenos. En estos casos, la referencia al “comunismo” o al “leninismo” actúa como advertencia, en particular hacia los intelectuales incautos que todavía quedan. En algunos otros (Antonio Muñoz Molina, Antonio Elorza y tutti quanti) como una indicación para que la “causa sagrada” de los pobres no caiga en malas manos. De lo que se desprende que, para la restauración conservadora, no solamente se trata de descalificar un “ismo” que según sus cuentas arruinó la marcha “democrática” del siglo pasado, sino y ante todo, de ajustar las cuentas con “la revolución “de una vez por todas.

Obviamente, el hecho de que estas conclusiones sumarísimas se hayan apoderado incluso del escenario “militante” no se debe a una mera moda denigratoria de la que existen antecedentes desde el día de la toma del Palacio de Invierno. Son el producto de las consecuencias de la hecatombe final del estalinismo, un sistema que había acabado con Octubre hacía décadas, y cuyas aberraciones totalitarias, la extrema corrupción de sus instituciones burocráticas, llegaron a exasperar incluso a los que, teóricamente, fueron sus principales beneficiarios, los trabajadores. Esta descomposición provocaría una cascada de caídas en las que las que las aberraciones más grandes como la de Ceaucescu o “Sendero Luminoso” se amalgaman groseramente con movimientos cuya influencia y dignidad le sitúan en otro planeta al que concita la palabra “socialismo”. Pero la consecuencia general ha sido la caída en picado de toda clase de expectativas, desde la que podía haber iluminado la caída del régimen del “apartheid” en Sudáfrica hasta toda la modesta movida feminista o insumisa realizada en cualquier rincón del “mundo libre”.

Esta ha sido la consecuencia cotidiana más evidente de una hecatombe son inconmensurable, de al que si existe un antecedente en el siglo XX es justamente la crisis de legitimidad del sistema liberal capitalista que fue desde la Gran Guerra hasta el “crack” de 1929. Un período de convulsiones sociales extremas en el que se inserta la revolución de Octubre, y que finalmente, obliga al capitalismo a una operación de supervivencia que pasa por desprenderse de su “espontaneidad” liberal y a establecer las condiciones de lo que se ha llamado el “Estado del Bienestar”. En aquel contexto, todo indicaba que el socialismo era la única alternativa, y esta fue una ilusión para millones de desheredados y a toda clase de inconformistas que, no expresaban una “idea” como pretende el desacreditado manipulador Furet, sino una necesidad apremiante. Ahora proclama que no hay alternativa al capitalismo “liberal”. Sin embargo, si bien las necesidades apremiantes han sido atenuadas en Occidente gracias a la revolución parcial del “Estado del Bienestar”, no es menos cierto que, aunque sea momentáneamente sin expectativas de alternativas políticas, estas necesidades se han acentuado y amenazan con mayores desastres que los que ya hemos vivido, sobre todo los pueblos del mundo mayoritario.

Esta es la cuestión de las cuestiones: ecológica, moral y socialmente, el triunfo del neoliberalismo ha resultado un desastre absoluto para la humanidad. El modo de vida norteamericano es insostenible, y la derecha se niega a tomar hasta las medidas más moderadas, e instituciones como el Banco Mundial tienen que informar que el número de pobres se ha multiplicado por 20 en la Europa del Este y la antigua URSS. Otras como la propia ONU se atreven a denunciar que el número de pobres se ha duplicado desde 1974. Continentes enteros como África son considerados como “desechables” por las grandes multinacionales que cada día concentran mayor parte del “pastel”, y condenan al hambre y a las fugas inmigratorias a países enteros que, como Argentina, antaño eran “tierra de promisión” y no sabían lo que era el hambre. Como declara Pere Casaldáliga, el “capitalismo no sólo no tiene corazón, tampoco tiene cerebro”...

En mi opinión, se trata de recuperar las mejores aportaciones y tradiciones de las izquierdas militantes en plural para componer una nueva alternativa que, obligatoriamente, tendrá que asumir este pluralismo como expresión de un posible y necesario acuerdo general sobre una base común que nos salvaguarde de los efectos más negativos del sectarismo y de la división, y claro, nos ayude a salir de agujero. Porque no hay nada más que cierto que si volvemos a luchar por separado volveremos a ser derrotados juntos.

No hay comentarios: