martes, 22 de enero de 2008

La cuestión comunista. Una introducción desde aquí

Aunque ahora pueda parecer mentira, lo cierto es la URSS e incluso la revolución de Octubre comenzaron a tener “buena prensa” coincidiendo con su cincuenta aniversario un poco en todas partes y el Estado Español no fue una excepción, al menos en la prensa “no adicta”. Su influjo aparecía un poco por todas partes. Había llegado un momento en el que el discurso anticomunista más soez (el representado por películas españolas como El canto del gallo, Murió hace 15 años, ambas escritas por Vicente Escrivá, dirigidas por Rafael Gil, y protagonizada por un joven Francisco Rabal que ya era del “partido”) suscitaba ironía, sobre todo entre los jóvenes, y recuerdo grandes risotadas al respecto. Por entonces se estrenaban las primeras películas soviéticas, entre ellas la extraordinaria versión de Don Quijote de Gregori Kozintev (1963), la misma cuya belleza formal y de ambientación nos redescubría la existencia de un enorme artista exiliado: Alberto Sánchez. Poco a poco las descalificaciones franquistas se fueron haciendo cada vez más hueras y era ya un clamor el rechazo y el regodeo de los estereotipados comunistas de tantas películas norteamericana como !Que vienen los rusos, Qué vienen los rusos¡ (1966, Norman Jewison), que se burlaba de este anticomunismo y que resultó un éxito de público considerable y no precisamente por ser buena.



Este ambiente era perceptible en el estreno de la película Doctor Zhivago (1965), que todavía fue presidido por la mujer del dictador con un pretexto benéfico, sin embargo, los espectadores del famoso filme de David Lean, aparte de poder escuchar La Internacional (y a tararearla como en Amarcord de Fellini) pudieron deducir que, a pesar de todos los avatares sufridos por la pareja protagonista por conflictos revolucionarios que le quedaban ajenos, el personaje de Evgraf (Alec Guinnes) señalaba claramente que la revolución había logrado cuando menos sus objetivos de desarrollo industrial al más alto nivel, y el sacrificio de los Zhivago y de su hija (Rita Tushigan), no había sido en vano, la URSS era la otra gran potencia y competía con los EE. UU en la carrera del espacio y en la influencia internacional. No muchos años después, hasta el siniestro Arias Navarro, tratando de justificar el carácter "incuestionable" del régimen del 18 de julio, para explicar su argumento que "solo se reforma lo que se quiere mantener", Arias echó mano a la historia de otros sistemas que se atenía a este principio, y citó “la famosa revolución de octubre de 1917”, junto con la revolución norteamericana de 1776, la francesa de 1789 como legitimidades equiparables a la del “los principios del 18 de julio”. Al tipo nos les importaba que todas ellas resultaran, justamente, su negación (combinada).

Seguramente ninguna otra revista reflejó mejor que Triunfo el cambio en el ambiente ante lo que Enrico Berlingüer llamaría “la cuestión comunista” (título de un libro de Fontamara). En este cambio de perspectiva, la Revolución de 1917 tenía, como lo había tenido en sus primeros años, como lo tuvo durante la IIº República, un sentido incuestionable positivo. Se la podía juzgar al pie de la letra, como insuficiente, errónea en tal o cual extremo, deformada y hasta traicionada (León Trotsky), pero por lo general, nadie desde la izquierda dudaba que había significado un paso de gigante para la historia; esto es evidente por ejemplo en las declaraciones de Felipe González y de Tierno Galván en el libro de entrevistas, Los partidos marxistas, que publicó Anagrama en 1977. No obstante, el 68 fue un año crucial, y todo cobró un sesgo mucho más crítico, sobre todo en las juventudes estudiantiles, pero también la obrera emergente. Ni tan siquiera un viejo zorro estaliniano como Santiago Carrillo se atrevió por entonces a justificar plenamente la actuación del Partido Comunista francés (PCF) durante las jornadas del mayo del 68, actuación que el ministro André Malraux definió como “la última barricada” del sistema en una conversación con José Bergamín. Y ni tan siquiera Dolores Ibarruri que no había dicho ni media palabra al respecto hasta el momento, quiso callar ante la invasión de los tanques rusos para aplastar la “primavera de Praga”, la promesa de un “socialismo con rostro humano” en Checoslovaquia. Los más críticos preguntábamos como podía haber un socialismo que no tuviese “rostro humano”.

La creencia de que tanto los países llamados socialistas como los partidos comunistas únicamente merecían ser apoyados en la medida en que fueran capaces de transformarse. Los activistas contra el franquismo parecíamos por lo general, todos muy de izquierdas, pero también era cierto que en cuanto a las alternativas una mayoría sentía mayor afinidad con las formas de vida de las democracias suecas o alemanas que por las del “socialismo” como el del Este. Los que habían estado allí volvían claramente decepcionados, la policía estaba por todas partes. Pero teníamos la alegría cubana con todos los problemas del mundo, amén de los movimientos guerrilleros y de resistencia en todo el llamado “Tercer Mundo”, amén de los “países no alineados”, con personalidades como Tito y Cristo como avanzada. Había que debatir sobre todo esto, y sobre todo cada tema comenzaba a publicarse toda clase de libros. Hasta de un tema tan lejano como el del “modo de producción asiático” –el mismo que destrozaba las esquemáticas etapas consagradas por el estalinismo para sus conveniencias- era posible encontrar dos o tres aportaciones importantes.

En ellos, la revolución de Octubre seguía siendo una medida central para el socialismo como la francesa de 1789 lo era para la lucha por la democracia. Cualquier propuesta alternativa tenía que hacer las cuentas con Octubre y todo lo que vino después para afirmarse, y todas las internacionales se legitimaban con una posición sobre este acontecimiento. Se trataba pues, de ir más allá en un sentido u otro, pero lo que nadie tenía en mente era restauración, de un “antes” que a nadie se le ocurría fuera mejor. La derecha simplemente lamentaba que Kornilov o Kolchack no hubieran entrado con sus tropas en Petrogrado y Moscú, y se dedicaba a añadir informaciones que parecían tan desmesuradas, que pasaba como con las películas. La gente inquieta se negaba a creerlas. Otra cosa eran los libros como los de Deutscher o los trabajos sobre disidencias diversas publicados en Triunfo o Cuadernos para el Diálogo.

Este sentimiento digamos “constructivo” comenzó a cambiar en los ochenta con la consolidación de la reforma pactada. Después de una cierta transición que se prolongó hasta la segunda mitad de la década, al final de ésta, sobre todo después del ascenso de Yeltsin, las grandes revistas daban la medida de la buena nueva. En un lujoso “dossier” aparecido en el Dominical de El País, con el título de “La revolución en el Este”, se certificaba en la presentación: “El comunismo, el llamado socialismo real, la revolución iniciada en 1917, ha llegado al final del trayecto”.

En este sentimiento el concepto "Gulag" se erigió como el canon para medir todo el ideario revolucionario llevando la estela de Stalin hasta Lenin, e incluso hasta Marx. Aunque no se detuvo aquí asimilación, y las sentencias de culpabilidad llegaron a veces hasta el desequilibrio del intransigente monje Savonarola o a Thomas Münzer; evidentemente, la reforma y la revolución también sabían de excesos y barbaridades. Uno de los "teóricos" de la dictadura militar argentina llegó hasta la “República” de Platón vía Santo Tomás de Aquino. Por su parte, el propio Alexandr Soljenitsin bajaba el listón hasta el Renacimiento que había vuelto su mirada hacia Grecia. Llegábamos a un tiempo en que algunas de los grandes ideales surgidos de la Ilustración –el socialismo entre ellos- comenzaron a ser catalogados como “anacrónicos” en un pensamiento dominante que se reconciliaba con liturgias oscurantistas, como el Babitt, el personaje de la gran novela de Sinclair Lewis, tan ilustrativa de la mentalidad dual –moderna tecnológicamente, medieval socialmente- de la burguesía y de las clases medias de los Estados Unidos.

En la medida en que el “socialismo real” se desprestigiaba, nos fue llegando un pétreo viento de contrarreforma y de contrarrevolución llamada “neoliberal”. El Bicentenario (1989) de la revolución francesa fue testimonio de la crudeza de una nueva cruzada anticomunista. La toma de la Bastilla tuvo que defenderse de la acusación de resultar un mero antecesor del "Gulag", y por todas partes aparecían sesudas prédicas sobre el destino aciago de toda revolución que, aunque en un principio sueña cambiarlo todo, al final acaba siendo una pesadilla. De esta manera, Octubre que pasaba también de ser una de las banderas de la modernidad, el complemento o culminación de las revoluciones burguesas, se convertía en el centro de una furiosa campaña denigración, en no pocos casos cubierta por antiguos estalinistas “arrepentidos”. No otra cosa han sido François Furet y algunos de los autores del “Libro Negro”.

La otra cara de la misma moneda era la de de la exculpación del capitalismo. No había alternativas a la democracia liberal, y desde una experiencia totalitaria se pasaba a culpar a toda una ideología, la revolucionaria. Incluso los sindicatos eran suspectos de “dictatoriales”, y los thatcherianos como Vargas Llosa decía que querían imponer de “dictadura” en un lugar tan libre como las empresas en las que el los dueños pueden llegar a actuar como monarcas absolutos.

Jean-François Revel –cuyos libros aparecían en las manos de los ejecutivos y de los políticos conservadores- advertía que Ni Marx ni Jesús, y desde periódicos como Le Figaro, los tribunalistas advertían contra los peligros de la caridad, un argumento que los neoliberales norteamericanos hacían valer contra las ayudas a las familias pobres, y contra la “discriminación positiva” favor de los excluidos, ya que, resultaba contraproducente, haciendo que los pobres subestimaran la necesidad de resultar competitivos. Ahora resultaba que las ideas radicales heredadas de la Ilustración resultaban anacrónicas, mientras que los mitos religiosos más postizos eran reconocidos, así por ejemplo por las mismas fechas una editorial de El País se decía que no había nada que salvar de la herencia de Octubre, en otro se daba (en una editorial) por “verdadero” el Milagro de Fátima; y no se decía nada cuando Wotyla aparecía sonriente en un cumpleaños de Pinochet, o de la mano de Napoleón Duarte y de D´Arbuisson en el Salvador. Gestos que no parecían ni pecados veniales.

Antiguos excomunistas como Antonio Elorza, incluían no ya a Stalin, sino también a Lenin. en la lista de grandes genocidas (en la que se excluían los “demócratas” como Kissinger o Nixon). Hasta la socialdemocracia convertida al neoliberalismo, pagaba su peaje, abominando Octubre como embrión del totalitarismo, y trasladando todo su “socialismo” a los museos con el “hacha y la rueca”, precisamente donde diría Engels que acabarían algunos de los “totems” del capitalismo, y toda la historia de un ideal democrático e igualitario quedaba reducido según Bettino Craxi “a lo que hacían los socialistas”. Si es lo que hacía Craxi era forrarse mientras que escribía artículos (como uno aparecido en la revista Sistema, afín al PSOE) anteponiendo el “socialismo libertario” de Proudhom al “socialismo totalitario” de…Lenin. Por cierto, saben el chiste italiano sobre cuando el amigo de Felipe fue a visitar a China, y le dijeron que había doscientos millones de “socialistas”. Entonces el preguntó, “Pues si son socialistas, ¿a quien roban?.

….Si todo comenzó con la revolución de Octubre, había que “cargarse” y entonces se comenzó a dictaminar que se había tratado de un “golpe de Estado”.

Como se ha dicho tantas veces, al liderar este proceso, los bolcheviques no solamente fueron discutidos por todas las demás corrientes socialistas, también vivió un profundo debate interno. Algo que cabe suponer como natural, no en vano la revolución es un acontecimiento que se aproxima a la máxima evangélica según la cual “los últimos serán los primeros”, y al darse esta traslación, hasta los reductos más atrasados del pueblo llano habla todo lo que nunca antes ha hablado. De ahí que en la vasta panorámica de títulos publicados sobre 1917, escasean las versiones de la derecha monárquica, a nadie se le ha ocurrido publicar las cartas o el diario de Nicolás III, cuyo talento no era superior al de cualquier mediocre oligarca o terrateniente. Durante casi dos décadas, la autarquía se negó a la más mínima apertura democrática, es más deshizo todas las conquistadas en 1905, pero aún así no le han faltado abogados, las revistas llamadas “del corazón” (que es lo que menos tienen) no han perdido ocasión para publicitar el milagro del martirologio de los Romanov, e incluso hemos podido ver una “peli” norteamericana de dibujos animados, Anastasia, en la que explica la revolución de 1917 como una de las peores maldades de...Rasputín. Un detalle más sobre como llegaba la historia a los más pequeños.

De hecho, la corriente "revisionista" que da potencia al nuevo prozarismo viene ligado al fenómeno de Alexandre Soljenitsin, que había forjado anteriormente su fama literaria con novelas que se situaban en el espacio de los disidentes que consideraban que la revolución había sido traicionada, pero que se convertiría en el principal testigo de la acusación contra la revolución de Octubre con su nulamente rigurosa recopilación El Archipiélago Gulag, contra el que ya no valieron las aportaciones críticas por más minuciosa o rigurosa que pudieran ser, esto sucedía también porque desde la izquierda parecía que había caído uno de esos cansancios que no se curan durmiendo. Aparte de recoger y ampliar los numerosos testimonios sobre los campos de concentración, con su flamante Nobel, y con las alas que le daban los vientos predominantes en la época, al calor del testimonio de Soljenitsin se imponía una especie de “tabula rasa” en la que:

Primero, se atribuía al “debe” de la revolución todas las hecatombes de la época (de las que fue precisamente víctima) como la Gran Guerra, la guerra civil;

Segundo, se blanqueaba todo el horror de la autarquía, todas las responsabilidades del “patriotismo” ruso en los desastres de la Gran Guerra, las tentativas golpistas de Kornilov o Kolchack, la crueldad “blanca” en la guerra civil, o las implicaciones intervencionistas de las grandes potencias (por no hablar de las grandes represiones de las movilizaciones obreras y campesinas antes y después de 1917;

Tercero, se difuminaba las épocas, de manera que el “gran terror” que conllevó la contrarrevolución burocrática se confunde con la lucha a vida o muerte de la guerra civil, y pasaba por alto las condiciones en que se desarrolló la construcción del nuevo Estado; cuarto, englobaba revolución y contrarrevolución, víctimas y verdugos, ocultando que de hecho las principales víctimas del “Gulag” fueron los disidentes de izquierdas, y fueron los que escribieron el mayor número de testimonios, los que presionaron sobre Jruschev. Y los que crearon entidades como “Memorial” durante la “perestroika”…



Cabe recordar que entre nosotros, Soljenitsin era un personaje desprestigiado para la izquierda. Había tenido la desfachatez de aparecer en un programa de TVE del bigotudo Iñigo cuando todavía gobernaba Arias Navarro. El autor del impresionante Pabellón de cáncer declaró “No saben ustedes la suerte que tienen con Franco”. La reacción de los medias democráticos fue bastante airada, no hay más que repasar la prensa de la época –Cuadernos por ejemplo, y un escritor tan poco sospechoso de “criptocomunista” como Juan Benet publicó una réplica durísima. Era una época en la que nadie a la izquierda se cuestionaba que los EE.UU era la última potencia con legitimidad para hablar de los “Derechos humanos”. Esto que contra la dictadura resultaba un escándalo se convirtió en lo más razonable del mundo al “calor” del camino abierto con acontecimientos como los Pactos de la Moncloa (contra el movimiento obrero), el 23-F y el “abandono” obligado del referente del marxismo por parte del PSOE, principio de todos los demás abandonos .


Un papel nada desdeñable en lo que iba a resultar la institucionalización del axioma Gulag=Octubre lo tuvieron los llamados “nuevos filósofos” franceses como Bernard Henri-Levy y André Gluksman y otros, lanzados como el “último grito” del pensamiento moderno, y que tomaron Octubre y el comunismo como “piedra de toque” de unas argumentaciones que poco después serían repetidas por parte de nuestros intelectuales. Entre sus señas de identidad cabe anotar antiguas militancias maoístas, amén de un soporte editorial impresionante. También fueron los heraldos de los talibanes contra el régimen “leninista”, y a ellos se debe el empleo abusivo del término “afganos”, aplicado a todos los que no querían reducir Octubre a Stalin. Otro de sus objetivos fue el “destronamiento” de Sartre y del papel de los intelectuales comprometidos cuyo origen se remitía a la actuación de Emile Zola en el “affaire Dreyfus”. El anticomunista rumano (y genio del “teatro del absurdo”) Eugene Ionesco, llegó a declararse “comprometido contra los comprometidos”, aunque como no podía ser menos, se estaba hablando en realidad de otro compromiso, y por supuesto mucho más innoble.

Con este cambio de clima, hasta los también olvidados sovietólogos académicos conservadores como Robert Conquest, (El gran terror, Ed. Noguer, Barcelona, 1979), David Shub (Lenin, Ed. Alianza, Madrid, 1977) o Adam B. Ulam, entonces considerados como meros propagandistas ligados a la "guerra fría", y con los cuales autores como Deutscher o Carr ajustaron más de una vez las cuentas, llegaran a parecer como "centristas" ya que de alguna manera como “liberales” a la antigua usanza tendían a cultivar el precepto agustiniano del “justo punto medio”, tan típico en las producciones de Hollywood, y que hasta le sirvió a Fraga para buscar el suyo “entre Fuerza Nueva y Triunfo (llegó a decir como ministro de Arias Navarro).

Había llegado el momento de recuperar las tradiciones demonológicas, patentes El circulo del poder (The Inner circle, Andrei Konchalevsky, 1991, EE.UU), Stalin tenía las patas de diablo, algo que por cierto, ya había descubierto Arias Salgado, ministro de Franco, que aseguró que Stalin conectaba con el infierno mediante un pozo; como si todo el mundo del “padrecito de los pueblos” no nos remitiera ante todo a la herencia de las tradiciones ligadas al zarismo. Un esquema sobre el que no se excluían variaciones que partían de supuestos progresistas, por ejemplo del feminismo, un ángulo que ahora servía para convertir a Marx meramente en un señor que tenía a su mujer esclavizada, y que para colmo, había dejado embarazada a su criada, y como un vulgar reaccionario, no reconocer su hijo fuera del matrimonio...

Esto último sucedía en 1983, en pleno centenario de Marx. Este fue el enfoque primordial en diarios que antes tenían a bien dar cabida algún reputado marxologo. En el New York Times, el artículo en cuestión venía ilustrado por un dibujo en el que Marx era representado en cinta. No hay que decir que Marx fue humano, o que en su actitud no fue mucho más feminista que la de otros varones avanzados de su tiempo, y sin duda lo fue mucho más su amigo Engels que se hizo cargo de su embolado con la criada. Sobre este punto hay trabajos muy serios publicados por eminentes feministas, y no se trata de hacer de esto ninguna bandera. Es más, toca poner en su sitio las cosas, y como diría G.B. Shaw, él pudo hacer muchas cosas porque tuvo varias mujeres a su servicio. Marx tuvo a Jenny, ella cuidó de los niños, y en sus “ratos libres”, se dedicaba a pasar “en limpio” los manuscritos de Marx. Pero no hay la menor duda que len este enfoque mediático, el feminismo y la vindicación de Jenny no tenían la menor importancia. Se trataba de aniquilar el “icono”, como harían igualmente con Lenin encontrándole tal o cual “pecado original”. Una vez establecido, se trata de entrar a demoler, y mejor si en ello se encontraban plumas familiarizadas con el marxismo y/o el comunismo.

Y la verdad es que casi lo consiguieron, es más hubo un momento en que parecía que lo habían conseguido plenamente. Pero no fue así, y ahora el canon Soljenitsin está en franco descrédito, y los otros en retirada. Ahora se trata de recuperar el terreno, aunque –obviamente- para ello es necesario liberarse de nuestros propios horrores, que desgraciadamente existieron. Y nadie los padeció tanto como los revolucionarios, los comunistas que no se inclinaron ante nada, y que no renunciaron a tener un pensamiento propio. Porque para ellos ser comunista significaba, significa y significará siempre poner la verdad por encima de cualquier otra consideración.

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